Del control y la razón, ¿quién se rinde?

    Ser madre o padre está lejos de ser fácil y sencillo. Ya he publicado algunos textos sobre este tema y sigo en este camino de reflexión y de cómo nos conmueven estas experiencias en nuestra familia.

    En este artículo quiero plantear cuestiones sobre el control y la razón, cosas que siempre queremos tener y cuya maternidad/paternidad nos descarrila constantemente.

    ¡Comencemos con el control!

    ¿Quién de nosotros puede decir, sin ninguna duda, que no intentamos, no nos gusta o no queremos controlar las situaciones, las cosas y las personas que nos rodean?



    Buscar el control, tener la sensación de tenerlo, nos hace sentir seguros, como si, con todo bajo control, pudiéramos ir más tranquilos por la vida.

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    ¿Qué sucede si observamos nuestra necesidad de control en el acto de ser madre o ser padre? ¿Cómo nos sentimos cuando escuchamos un NO de nuestros hijos? ¿Cuando no somos escuchados, cuando nos interpelan, cuando no hacen lo que queremos o pedimos?

    Me atrevo a decir que, inevitablemente, nos lo tomamos como algo personal, ante la inseguridad de no saber cómo tratar, cómo responder y cómo reaccionar, nos sentimos interpelados y perdiendo poder. El miedo, enmascarado por la sensación de control, sale a flote y reaccionamos a los rincones con impaciencia, autoritarismo y poco o ningún diálogo con nuestros hijos.

    Usamos nuestro tamaño, nuestra mirada crítica y severa, el chantaje y el poder que creemos tener sobre un niño. Y cuanto más pequeño sea el niño, más uso haremos de este lugar del jefe.

    Apenas nos detenemos y la invitamos a charlar.

    Apenas miramos a nuestros hijos y hacemos espacio para escuchar por qué no quieren hacer lo que, para nosotros, es lo mejor que podemos hacer.



    Aquí se da el encuentro entre la certeza de que sabemos qué es lo mejor y nuestra necesidad de control. Se establece entonces un circuito a partir de este encuentro, en el que el tener la razón y la ilusión del control se retroalimentan continuamente, y nos quedamos confiados en que deben obedecernos sin ningún cuestionamiento.

    Tenerlo todo bajo control y tener la razón en todo nos convierte en padres y madres autoritarios, distantes, miedosos, incapaces de mirar al otro como alguien singular, diferente y lleno de sabiduría.

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    Los niños tienen sabiduría, sienten, piensan, elaboran, cuestionan todo lo que acceden. Son antenas libres que captan, retienen y transmiten todo lo que les rodea. Entonces, sí, necesitamos dar voz a este conocimiento ya los tiempos de cada niño.

    No son robots que deban hacer todo igual, a la misma edad. Cada uno tiene su tiempo de aprendizaje y elaboración. Cada uno tiene su bagaje y forma parte de un círculo familiar y social que marcará su forma de ser y estar en el mundo.

    Cada hijo e hija son parte de la familia y, como tales, tienen derecho a expresarse, discrepar y querer cosas distintas a las que quieren los padres. Los diálogos son las mejores herramientas para tejer relaciones de respeto, amor y confianza, porque si nos abrimos a la escucha, aprenderemos que NO HAY UNA SOLA forma de resolverlo, al contrario, HAY VARIAS posibilidades.

    Escucho a muchas mamás y papás quejarse de que sus hijos no hacen las cosas cuando se les pide. Pero y nosotros, padres y madres, ¿tenemos paciencia? ¿Nos detenemos a observar qué está pasando en ese momento y por qué nuestros hijos no nos atienden exactamente en ese momento?



    ¿Qué tan invasivos somos los adultos? ¿Y egoísta? ¿impaciente? ¿Testarudo?

    ¿Qué pasa si lo que vemos en nuestros hijos es nada menos que nosotros mismos?

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    ¿Y si lo que sienten nuestros hijos (presión, incomprensión, soledad, exceso de trabajo) es exactamente lo que sentimos nosotros también?

    ¿Vale la pena preguntarse adónde nos llevan estas necesidades de tener razón y control?

    ¿Vale la pena reconocer que las reglas y los acuerdos son fundamentales, pero hay espacio para la deconstrucción y la reorganización, ya que siempre estamos transformando?


    ¿Cuánto nos cuesta dudar de nuestras certezas y dejar que el otro nos muestre nuevas posibilidades?


    Renunciar al control nos pone frente a frente con nuestra vulnerabilidad que, a pesar de ser extremadamente aterradora, nos libera de la ignominiosa tarea de vivir enmascarados.

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